La caída de Constantinopla

La caída de Constantinopla en mayo de 1453 es uno de los hitos más importantes de la historia. La edad media terminó y apareció un nuevo escenario político y religioso. El sultán Mehmet II convertía al Imperio otomano en el artífice de un acto divino, la conquista de la capital del Imperio romano de oriente, lo que supuso el fin del imperio bizantino, la consternación de toda la cristiandad y situaba a los otomanos como actores de primer orden.

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La caída de Constantinopla

“La araña teje su tela en el palacio de los césares y la lechuza llama a los centinelas en las torres de Afrasiab”

Estas palabras de un poeta persa son las que habría pronunciado el sultán Mehmet II mientras atravesaba las estancias del Sacro Antiguo Palacio tras tomar la ciudad, según escribe Steven Runciman en su obra La Caída de Constantinopla.

Sultán Mehmet II

El sultán Mehmet II iba a lomos de su caballo escoltado por su guardia de jenízaros, mirada altiva, orgulloso y siendo consciente de que acababa de entrar en la historia por la puerta grande y que su nombre perduraría por siempre. Mehmet II ya no era “sólo” sultán de los otomanos, él era también César, el heredero del imperio romano. Era el 29 de mayo de 1453, Constantinopla había caído y los tambores y cañones otomanos retumbaban en toda la cristiandad.

Caida-de-Constantinopla

La luz de Bizancio se apaga

El imperio bizantino del siglo XV distaba mucho de ser la potencia de siglos anteriores que tenía territorios repartidos por el Mediterráneo y cuya capital era la imagen del lujo. Estaba herido de muerte, y esa gran herida, que se abrió a comienzos del siglo XIII, no pararía de sangrar hasta 1453. Fueron los cristianos quienes, en 1204, saquearon Constantinopla por codicia y resentimiento a la iglesia bizantina. Lo que debía ser una cruzada contra el islam, se convirtió en el principio del fin para Bizancio. A este hecho le seguirían problemas políticos, económicos, la peste en el siglo XIV y la amenaza en varios frentes, tanto en los territorios europeos como en Asia.

Así pues, el imperio bizantino llegó muy debilitado al siglo XV, cuando ya sólo conservaba unos pocos territorios en Grecia y el mar Negro. Y Constantinopla, cuya luz se iba apagando a la par que sus barrios se vaciaban, sus edificios se derrumbaban y la esperanza de un futuro se desvanecía.

El principio y el fin: Da comiendo el asedio a Constantinopla

“Ya que has optado por la guerra y no puedo persuadirte con juramentos ni con palabras halagüeñas, haz lo que quieras; en cuanto a mí, me refugio en Dios y si está en su voluntad darte esta ciudad, ¿quién podrá oponerse?… Yo, desde este momento, he cerrado las puertas de la ciudad y protegeré a sus habitantes en la medida de lo posible; tú ejerces tu poder oprimiendo pero llegará el día en que el Buen Juez dicte a ambos, a mí y a ti, la justa sentencia”. (DUCAS. Carta de Constantino XI a Mahomet II.)

La Pascua de 1453 iba ser muy distinta para los habitantes de Constantinopla; para muchos de ellos la última. La muerte y resurrección de Cristo tuvieron un contexto diferente este año, el repicar de las campanas se oía de forma diferente, la fe se vivía de forma diferente y las iglesias se convirtieron en el refugio de un pueblo que rezaba de forma diferente. Las murallas y unos pocos miles de defensores era lo único que se oponía al fin de una ciudad, de un imperio y de una época. Esta vez los otomanos no iban a fallar, no podían, el sultán Mehmet no lo permitiría.

Los preparativos comenzaron el año anterior cuando los turcos construyeron una fortaleza en el lado europeo del Bósforo “El cortador del Estrecho”, que estaba fuertemente artillado. En noviembre tuvieron lugar los primeros incidentes cuando una nave veneciana fue hundida y su capitán fue ejecutado y empalado como advertencia. El cerco a la ciudad comenzaba por el mar, el emperador Constantino pidió ayuda, pero las potencias cristianas estaban más preocupadas por sus intereses que por salvar a la capital imperial.

El 5 de marzo de 1453 el sultán exigió la rendición inmediata de la ciudad, pero esto no ocurrió, así que los defensores y habitantes de Constantinopla al asomarse por las murallas pudieron ver su futuro, y no era un futuro muy prometedor. Más de 100.000 soldados, más la flota, más los encargados de la logística. Y entre todos ellos, la guardia del sultán, los jenízaros, miles de hombres criados por y para la guerra y deseosos de pasar a la eternidad. Todo el imperio se había movilizado para esta empresa y se llegaría hasta el fin de la misma costara lo que costara.

Pero si los ojos de los moradores de la ciudad estaban perplejos, sus oídos y sus cuerpos iban a experimentar un horror mayor del que hubieran imaginado. El responsable era un fundidor de cañones transilvano llamado Orban, que ofreció sus servicios al emperador bizantino, pero éste no pudo pagarle. Así que se presentó ante el sultán, que le aceptó de buen grado y le multiplicó sus honorarios (suyo fue el cañón que hundió el barco veneciano).  Su obra de más renombre medía más de ocho metros de largo, lanzaba bolas de más de 600 kilos y para moverlo era necesario un carro especial tirado por 30 bueyes.

Mehmet-II

¡Fuego sobre Cosntantinopla!

El 5 de abril el ejército otomano con el sultán a la cabeza se aproximó a la ciudad y acampó, los defensores ocuparon sus posiciones y se pertrecharon con jabalinas, flechas, catapultas y algunos cañones que, sin embargo, no les serían de gran utilidad debido a que debían emplazarlos en la parte superior de las murallas y esto las dañaba. El día siguiente todo estaba dispuesto y el sultán dio el ultimátum a la ciudad; rendición o no habría piedad. Ante la negativa de los defensores, Mehmet dio la orden y los grandes cañones comenzaron a disparar.

Constantinopla y los defensores

Constantinopla estaba situada en una península de forma triangular apuntando hacia el este. En la parte superior está el Cuerno de Oro, que va a dar en el Bósforo, que conecta con el mar de Mármara, al sur. Las murallas rodeaban toda la ciudad por tierra y mar, pero había más elementos que se utilizaron para la defensa de la ciudad, como la gran cadena situada en el Cuerno de Oro que impedía a los barcos enemigos penetrar en aquel territorio.

La ciudad imperial no pasaba por su mejor momento, era la capital de un imperio moribundo, una Constantinopla de barrios vacíos con graves problemas económicos que además tenía que hacer frente al mayor poder de la época. Sólo un milagro y sus murallas podían frenar lo que parecía un final trágico.

Los defensores estarían en torno a los 7.000, entre los cuales había un numeroso grupo de extranjeros (venecianos, genoveses, catalanes, castellanos, germanos…) y turcos, Orján, tío de Mehmet que era un pretendiente al trono otomano y que ofreció sus servicios al emperador bizantino. Aunque el destino de los defensores y de la ciudad parecía decidido, lo cierto es que a las tropas del sultán les resultó muy difícil tomar la ciudad. A pesar de que los grandes cañones iban destruyendo partes de la muralla exterior, los defensores se las arreglaban para reconstruir las defensas a base de barricadas hechas de tablones y sacos de tierra, y todavía estaba la muralla interior, por lo que penetrar no era tarea fácil. Los turcos enviaron a mineros serbios que actuaban como zapadores y excavaban galerías para intentar volar las murallas, pero los defensores conseguían rechazarlos.

Si tomar la ciudad por tierra estaba siendo difícil, por mar las cosas tampoco iban como el sultán esperaba. La flota cristiana y la cadena del Cuerno de Oro estaban dificultando mucho la conquista, así que a finales de abril se produjo uno de los acontecimientos más impactantes de esta epopeya, una hazaña donde los turcos transportaron por tierra 70 barcos desde Diplokionon hasta el Cuerno de Oro, atravesando una colina con un desnivel importante utilizando rodillos de madera, bueyes y al son de tambores, pínfanos y trompetas. Ahora una parte de la ciudad estaba comprometida, y la rivalidad entre genoveses y venecianos no hacía más que crecer.

Aunque la situación parecía ser más favorable para los otomanos, no conseguían penetrar en la ciudad, y dentro de las filas del sultán hubo voces que empezaban a cuestionar la empresa y pedían un acuerdo. El 25 de mayo el sultán  Mehmet ofreció levantar el asedio pero a un coste inaceptable para los bizantinos, por lo que el ejército se preparó para un último gran esfuerzo. Durante dos noches se trabajó en rellenar el foso y preparar el asalto final, había llegado la hora de la verdad, el momento de entrar en la historia.

La última misa en Constantinopla

“En Santa Sofía, que es, aun entonces, la más soberbia de las catedrales del mundo y que desde el día en que tuvo lugar la unión de ambas Iglesias se ha visto abandonada por los seguidores de una y otra creencia, se reúnen ahora los que parecen destinados a morir”. (ZWEIG, S. Momentos estelares de la humanidad.)

El 29 de mayo, antes del amanecer, comenzó el ataque final. Las campanas de toda la ciudad repicaban y mucha gente acudía a Santa Sofía para pedir un último milagro. Los turcos lanzaron en primer lugar a las tropas irregulares cuya misión era desgastar a los defensores. Cumplida su misión, se les ordenó retirarse para dar paso a la infantería de Anatolia, que tampoco consiguió penetrar en la ciudad a pesar de que el gran cañón seguía machacando las defensas, pues en cada hueco acudían los defensores con el emperador a la cabeza y los rechazaban tras una lucha encarnizada.

Llegó el turno de los jenízaros, con el sultán al frente y los tambores retumbando por todo el Bósforo. La infantería de élite, la guardia del sultán, ellos sí rompieron el cerco defensivo, llegaron al foso y se prepararon para entrar en la ciudad y en la historia.

Basílica de Santa Sofia

La puerta

Durante el ataque final, un grupo de soldados turcos penetraron la muralla exterior por una grieta, y tras deambular sin saber muy bien hacia dónde dirigirse, se toparon con una puerta del muro interior que había quedado abierta en un terrible descuido. Kerkaporta era su nombre, y previamente no se le había prestado atención. Ante esta situación los atacantes pidieron refuerzos porque creían que era un ardid, una trampa tras la que seguramente les caería encima una lluvia de aceite, piedras y jabalinas. Pero no fue así, los turcos penetraron en la ciudad y sorprendieron a los agotados defensores, que viendo que su muerte era segura comenzaron a huir. El final había llegado, el emperador junto con algunos fieles como el hidalgo castellano Francisco de Toledo, tiró sus emblemas, agarró su espada y unió su destino al de la ciudad y al de su imperio. Las banderas turcas ondeaban en la ciudad y un grito recorría la capital: ¡se ha perdido Constantinopla!

Estambul año cero

Al haber mostrado resistencia, la ciudad fue objeto de matanzas y saqueos. Por las calles de Constantinopla corrió la sangre, y muchos de sus habitantes fueron encadenados y vendidos como esclavos; muchas iglesias, monasterios y conventos fueron atacados y sus mosaicos, reliquias y libros destruidos. Pero no todos los habitantes fueron asesinados o esclavizados, ya que algunos barrios se rindieron antes de la llegada de los soldados y por tanto se libraron de tan terrible destino.

El sultán entró en la ciudad por la tarde y ordenó detener el saqueo, iba a lomos de su caballo y escoltado por su guardia de jenízaros. Puso rumbo a Santa Sofía y cuando llegó ordenó que la iglesia fuera convertida en mezquita: “Uno de sus ulemas subió al púlpito y proclamó que no había más Dios que Alá. A continuación se alzó sobre el ara y rindió pleitesía a su Dios victorioso”.

Mehmet II asumió el nombre de Fatih (conquistador), tuvo claro que Constantinopla iba a ser la capital de su imperio y que era el heredero de los césares romanos.


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  1. José Antonio dice:

    Gran repaso de historia!

    1. Alberto dice:

      Muchas gracias, me alegro que haya sido de su agrado

  2. Neutravo dice:

    Buen artículo sobre un punto de inflexión en la historia universal. Enhorabuena.

    1. Alberto dice:

      Muchas gracias. Está escrito con ilusión y sentimiento

  3. Alberto dice:

    Muchas gracias, esa es la intención, que sea interesante y entretenido

    1. Alberto dice:

      Muchas gracias

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